sábado, 16 de enero de 2010

Accidentes


Siempre he tenido una vida signada por los accidentes.
Mi primer accidente no lo recuerdo, pero seguro que caí de alguna silla, porque me golpeé un diente de leche que me quedó negro.
Ya más grande, como a los seis, me caí de la parte de atrás de la bicicleta, mientras una amiga iba pedaleando adelante. Esta vez lo que me quedó negro fue un ojo.
Por suerte no me gustaba el atletismo, sino probablemente en la escuela me hubiera roto alguna pierna. Aunque igual me ligué un yeso en el brazo por pelearme con mi hermano.
A los diecisiete, aprendí a manejar, y se me incendió una camioneta mientras practicaba por una desolada zona de quintas.
A los veintiuno, falleció mi mamá, la atropelló un tren. Pero no voy a determe mucho en esto para que no me tengan lástima.
A los veintiocho, el avión en que viajaba hacia Bariloche, tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en Mendoza. Por suerte salí ilesa.
A los treinta y cuatro mi padre tuvo un accidente, mientras andaba a caballo. Tuvo varias fracturas, anda con bastón, pero por suerte sigue vivo.
Después de eso decidí no correr riesgos.
Antes de salir de casa, me pongo un traje especial que me mandé a hacer. Cinco centímetros de goma espuma de espesor, forrados con una tela de amianto. Es un poco caluroso para los días de verano.
Y aquí está el problema: cuando vuelvo a casa y me lo saco, dudo si prender el ventilador( a ver si me agarro los dedos) o bañarme con la luz apagada por miedo a electrocutarme.

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